Informamos, junto a la gente de San Carlos Borromeo, de la falta de humanidad municipal ocurrida hoy a tan solo 12 kilómetros de las luces de Navidad. Una vez más y contraviniendo el acuerdo de no derribar durante los meses de frío, el Ayuntamiento de Madrid ha tirado abajo esta mañana doce viviendas en El Gallinero. Fruto de este nuevo atropello a los Derechos Humanos más básicos han quedado en la calle 22 menores y sus respectivas familias.
Como viene siendo habitual, la policía desplegada en el operativo de derribo no ha permitido el acceso ni a los voluntarios mediadores, ni a las abogadas de los vecinos de El Gallinero, ni a los médicos ni tan si quiera a la Cruz Roja. La indefensión de los pobladores, que no podían ni entrar ni salir del cordón policial, ha sido total, dándose casos como el de unos padres fuera del acordonamiento con sus hijos solos dentro de la casa o el uno de los habitantes cuya vivienda ha sido derruida sin poder acceder a la misma.
En el colmo de la falta de lógica operativa y coordinación por parte de las administraciones, ha sido derruida la vivienda de una de las personas contratadas por el IRIS (Instituto de Realojo e Integración Social de la Comunidad de Madrid) como trabajador socioeducativo con los niños y niñas del poblado, donde también vivían su mujer y sus tres hijos menores.
Mientras todo esto sucedía, para mayor desvergüenza, la alcaldesa de Madrid, Ana Botella, se encontraba inaugurando el Belén municipal y hablando a los niños de la importancia de la Constitución Española. Desde esta página, nos preguntamos: ¿Cómo puede celebrarse una Navidad dejando a niños y niñas a la intemperie? ¿Cómo puede ser que la señora alcaldesa tenga más facilidad para encontrar a Jesús en la cerámica de sus figuritas que en los críos de El Gallinero? Como dice un buen amigo, parece que para que haya Belén de verdad tendrá que haber no sólo un niño indefenso sin techo dónde nacer sino alguien que haga de Herodes en el poder.
Ante todos estos sucesos, acontecidos sin ningún aviso previo ni a los vecinos, ni a los mediadores, ni a las otras fuerzas políticas, denunciamos junto al equipo de voluntarios de San Carlos Borromeo esta nueva falta de respeto por la dignidad de las personas empobrecidas y a sus derechos más básicos y fundamentales. Consideramos que es intolerable que se sigan realizando derribos mientras no existe todavía ninguna hoja de ruta consensuada para esta población. Mucho menos con unas temperaturas que ponen en riesgo la vida de las familias y los menores que hoy se han quedado en la calle en Madrid.
«El cielo está despejado. Bajo las pocas nubes se ve la montaña nevada. Es de día…» El texto siempre llevaba el mismo título: ‘Descripción’. Cuando sonaba esa palabra clave, todos sacábamos nuestras postales o los recortes hechos con mayor o menor fortuna en la revista de turno y comenzábamos a escribir como activados por un resorte. El orden siempre era el mismo, de arriba a abajo, describiendo en un párrafo lo que veíamos en el paisaje de la imagen y procurando no saltarnos ningún detalle de la misma. Durante el tiempo que duraba el ejercicio conseguíamos, sin darnos cuenta, entrar dentro de la foto, saber si hacía frío o calor, la fuerza del viento, el sonido del río o, de haberlos, de los pájaros. Éramos la clase de 3ºC de EGB de los Sagrados Corazones y ese era uno de nuestros rituales fundamentales. Lo seguiría siendo a lo largo de los dos años siguientes como también lo serían las clases de dramatización en las que unas incipientes ‘PotiNoticias’, presentadas por títeres nacidos de calcetines viejos y cartones de huevos, daban pistas por entonces indescifrables de lo que acabaría siendo una vocación.
Tardé aproximadamente diez años en empezar a pensar, hasta entonces sólo imaginaba y divagaba, y fue a través de esas clases que comencé a hacerlo. El responsable de todo aquello, y por lo tanto de que me diera por pensar, era un hombre de mediana edad de traje impecable, ojos azules que reflejaban los cuadros de sus años de bellas artes y un eterno olor a cigarrillo. Don Ángel Monzón Luján. El primer impacto fue aterrador. Veníamos del mundo de la plastelina y los dedos manchados de pegamento y aquel hombre con corbata y, a nuestros ojos de niños, terriblemente mayor, nos llamaba por nuestro apellido y se presentaba a sí mismo como «Don Ángel». Daban ganas de saltar y decir: «creo que se ha equivocado de aula, aquí somos todavía niños». Pero rápidamente entendimos el reto. Esto iba de hacerse mayores, de crecer, de aprender, y, para ello, nosotros tendríamos que subir el nivel y ese hombre de aspecto serio estaba dispuesto a bajarlo para estar todos a la misma altura y tratarnos como iguales. Pronto los motes sustituirían a los apellidos y las risas al inicial aspecto serio de un hombre con un sentido del humor irrepetible, capaz de hacer comprender su ironía a niños de diez años.
Un 29 de febrero entró en clase anunciando que ese día era su cumpleaños (todos sabíamos los de todos) y, al preguntarle que cuántos cumplía, nos dijo con un aplomo absoluto que quince. Las risas no se hicieron esperar, ya que nos había acostumbrado a la sana costumbre de reírnos de nosotros mismos y él era el primero que invitaba a la broma con constantes referencias a su «melena» calva, pero él insistía en su afirmación. Bella forma de entender los años bisiestos y de entender también, veinte años después, que uno cumple los años que lleva en el corazón y no los que dictan las canas. Hacen falta muchos años, dijo una vez Picasso, para llegar a ser joven.
De los recuerdos que me llevo conmigo de aquellos tres años increíbles en los que los 40 de «C» nos empezamos a convertir en lo que somos, fue una vez que un compañero, en el tiempo de plástica, dibujó con muchísimo esmero un tanque con todas sus armas, todos sus aparejos militares, todas sus banderas y todos sus cañones a punto de conquistar una población. El dibujo en sí era impecable. Al enseñárselo, orgulloso, a Don Ángel para escuchar su veredicto, este dijo una frase que se me quedaría grabada y que daría alas, tal vez, a posturas que hoy implican mis actos. Cogiendo el dibujo, y tras examinarlo minuciosamente, desde sus ojos de pintor, le dijo: «muy bonito, pero no me gusta». Muy bonito, pero no me gusta.
Y así, hasta hoy. Estés donde estés, gracias Don Ángel por enseñarme a pensar.