Mi argumento, en este mundo globalizado, creo que es válido. Sintiéndome, como me siento, ciudadano de un mundo sin fronteras y partiendo de la base de que en España los partidos que nos gobierna cada vez representan menos a nadie, tengo todo el derecho del mundo a pedir que mi presidente sea Pepe Mujica. Me acojo incluso al recién bautizado (en este mismo momento que escribo esta línea) derecho a la vergüenza ajena. En este mundo finito de horizontes cada vez más estrechos uno debería poder elegir, si es que hubiera que elegir un gobierno que fuera más allá de nuestra sana conciencia, al gobernante con el que más se sintiera identificado o, cuando menos, al que menos le abochornase. En los extremos de ese amplio espectro, el de la identificación y el bochorno, se encuentran, por un lado, el presidente de Uruguay, Pepe Mujica, y el presidente de España, nuestro Mariano.
Tengo miles de argumentos para querer a un presidente como Mujica en la tierra que piso. Quizá en otro momento los exponga con más detalle, puede que acompañados de una recogida de firmas en Change, o Avaaz o una de estas para pedir que quiten a Mariano y nos lo traigan. Mientras tanto creo que me vale este vídeo que acabo de editar para el Mundo de Mañana en el que rescato fragmentos de los discursos de ambos presidentes ante la Asamblea General de la ONU el pasado mes de septiembre. La inevitable comparación habla por sí misma. Uno habla del futuro previsible y del deseable. El otro se encharca en el pasado más casposo e innecesario. Se lo dejo aquí para fomentar el debate y seguir abriendo nuestra mente política. Que lo disfruten (y lo comenten).
El testimonio con el que estrenamos el Salón de Invitados de esta nueva temporada es, cuando menos, impactante. Para nosotros supone todo un lujo y un privilegio el que la protagonista haya accedido a compartirlo con todos los lectores de el Mundo de Mañana. Ciertamente la historia que viene a continuación es excepcional, tanto por su fondo como por lo extraño de su caso. No es algo tan frecuente que toda una ciudad le dé a uno por muerto.
La persona que nos lo cuenta es Ana Garrido, una buenísima amiga personal desde hace ya tiempo. Ana, que tiene de sobra abiertas las puertas de este Salón, es una mujer revestida de una sensibilidad especial y una forma de vivir la vida llena de tranquilidad y comprensión. Emana paz. Es de esas personas transparentes que rápidamente percibimos como buena gente, de las que merece la pena tener cerca. Quizá por eso, por esa sensibilidad, esa comprensión y esa transparencia, este relato cobre más fuerza todavía. Sin enrollarme mucho más, os dejo con su historia. Quizá os haga reflexionar. A mí me lo ha hecho.
LO QUE MARCA LA DIFERENCIA
No todo el mundo tiene la posibilidad de ver qué pasa en el mundo después de haber fallecido. Me explico. El pasado martes estalló la terrible noticia que incendió las calles de Pinto como si de ríos de pólvora se tratase: la farmacéutica que trabajaba en la Avenida de España, una chica de unos 40 años, se había quitado la vida arrojándose a las vías del tren. La noticia se extendió por los numerosos corrillos y mentideros de la ciudad, tomando diferentes formas y dando lugar a versiones que diferían notablemente entre sí. Una de las versiones, dada la descripción, fue que la fallecida era yo.
Por supuesto, de las noticias de las que uno es protagonista, uno se entera el último.
Así, llevaba yo unos días «desaparecida de la faz de la tierra» cuando me enteré. Una vecina de mis padres me vio y me miró como si de una aparición se tratase. Hablamos un rato y así me enteré de que se oía por ahí que yo había muerto.
Todos los datos encajaban a ojos de los profesionales del rumor: profesión, lugar de trabajo, edad aproximada, barrio donde viven los padres. La noticia se extiende de la estación al mercado, del mercado a la frutería, y de esta a la panadería, alejándose a la vez del punto de origen y de la verdad. Me pareció ver un cierto viso de decepción en sus ojos. Ya no podría contar por ahí que conocía perfectamente a la protagonista de la noticia que medio pueblo comentaba. Acababa de privarla de su minuto de gloria.
Hay gente que cree que estoy muerta. ¿Cuál es la diferencia? A mi entender, uno sigue vivo en tanto en cuanto te recuerden los que están vivos. Si hablan de ti, si cuentan cómo eras o las cosas que hacías.
¿Hablarían de mí?. ¿Por cuánto tiempo?
Vago desesperada por las calles, buscando caras conocidas para gritarles con el gesto: «¡estoy aquí!, ¡estoy viva!».
Pero es sábado por la noche y estoy muerta. O está muerta otra persona que creen que soy yo. Noche en blanco. Y los que siguen vivos no entienden que no quiera salir.
El domingo transcurre sin mi permiso. Hay misa, hay pan. Hay restaurantes abiertos. Yo he muerto y mucha gente no lo sabe. Simplemente quedan y se cuentan qué tal les ha ido, qué planes tienen. Y la vida sigue. Sale el Sol.
Camino hacia la farmacia y desde lejos la cruz anuncia un punto de no retorno. No volveremos a ser quienes fuimos. La gente, incansable, viene, compra, compra y pregunta. O sólo pregunta. Y yo no sé nada.
Me alegra decir que, al volver al trabajo, he podido ver quien, tras enterarse de mi fallecimiento, ha venido tan pronto ha podido a comprobar con sus propios ojos llenos de sangre y angustia si la desaparecida era yo (incluso alguna persona que yo no habría imaginado), y quien nos conoce a mí y mi familia de toda la vida y, viviendo al lado de mis padres, piensa que he muerto y ni pregunta.
Y ESA ES LA DIFERENCIA.
He podido comprobar con cierta satisfacción qué ocurrirá el día que yo deje esta vida: que el mundo seguirá girando. Y eso me llena de esperanza.
-Ana Garrido-
Y ahora, después de trece años, tras una larga agonía, finalmente os rompéis. Yo os miro ahí, encima de la mesa, y no sé muy bien cómo reaccionar. La patilla partida, literalmente fundida del desgaste, me dice que ya no hay marcha atrás, que, esta vez sí, os habéis roto. No hay arreglo posible. Se acabó. Después de trece años se acabó. Ahora me toca deciros adiós y no sé muy bien cómo.
Sois tan parte de mí como todo lo que más me gusta de lo que me forma y no sé cómo se hace esto de despedirme de vosotras. Mi casa no admite vitrinas donde recordaros – a duras penas cabe un gato. Vosotras, que inaugurasteis el cambio de década, de siglo y de milenio conmigo, definitivamente os vais. No son pocas las cosas que, desde entonces, hemos visto juntos. Visteis cómo empezaba mi carrera, mis años universitarios, la de cosas que descubrí fuera de las aulas de esa apolillada facultad, páginas y páginas de apuntes que pasaron ante vosotras como pasa un río que discurre rápido para irse lejos. Visteis la vida de cientos de chavales de un centro juvenil hoy nostalgiado así como visteis el fuego y la esperanza por cambiar las cosas en sus miradas. Visteis a Pacharán y Carajillo, visteis a Hombre-Man llegar raudo a mi llamada, visteis salas abarrotadas de risas y amigos, visteis un escenario, dos micrófonos, copas, copas, copas, la noche de Madrid abierta, el cielo bajo nuestros pies… Visteis tanto que pocas veces durante muy pocas horas visteis mi mesilla.
También compartimos la visión, tal vez causa de vuestro desgaste, de todos mis poemas, de todos mis versos, de aquello que los inspiró y de papeles, servilletas y paredes donde algunos nacieron y otros, simplemente, murieron. No sé os escapó ninguno. Es por ello que conocisteis conmigo a todas mis mujeres. Me acompañasteis en el final de la primera, recuerdo sereno, y en el comienzo de la última, esperanza infinita. Entre medias, un ramo de caricias, miradas, cuerpos, compañías y caminos rondaron ante vosotras. Visteis impasibles como me formaron y me deformaron y me volvieron a formar. Alguna llegó, ciertamente y para equilibrar, a deformaros también a vosotras fruto de las prisas y la noche.
Vuestros cristales, estos mismos cristales que ahora me miran ya inertes encima de la mesa, reflejaron los destellos de los años febriles del periodismo, la nocturnidad, la alevosía y la bohemia compartidos en Gente en Madrid. Se llenaron de polvo tanto como de amaneceres a través de todas las huellas que nos llevaron a Santiago. Brillaron ante la luz de tantos horizontes, de tantos destinos, de tanta carretera… ¡Brillaron ante la luz de París! Y saltaron el charco para conocer otras luces y otros amaneceres y otros destinos.
Hemos visto, amigas mías del alma, la misma violencia bajo el mismo calor de injusticia en Honduras, hemos visto la misma sangre derramada, los mismos ojos llorosos, la misma impotencia, los mismos dedos fríos de la muerte. Hemos visto la misma bala. Hemos visto, sin embargo, la misma esperanza, los mismos niños queriendo leer, queriendo saber, el mismo grito en defensa de la vida, las mismas calles llenas de resistencia y lucha, los mismos micrófonos compartiendo a voces la misma sonrisa de futuro, las mismas manos consagrando el mismo cuerpo. Hemos visto la misma vida.
Y ahora, trece años después, estáis ahí, rotas, enfrente de mis ojos. Habéis terminado, para mayor desazón, de una forma por demás poco heroica. Os habéis roto sin más, fruto del desgaste y del ver tanto. No os rompió con agresividad de un porrazo un policía, no desaparecisteis en medio de una carrera frenética ante el ejército en Choloma, ni si quiera caísteis a causa de la violencia desprendida por el choque pasional de dos cuerpos desnudos. Os habéis roto, sin más, para recordarme que una época acaba y quedaros ahí, agotadas, encima de mi escritorio.
Vuestros detractores, esos que llevan años diciéndome que os jubile, que sois feas, que estáis descuadradas y sucias, los mismos que señalaban con asombro la marca que dejabais en mis sienes, me dirán que ya era hora, que me ponga otras y punto. Así, de un día para otro, sin tiempo para posarlo. Que me ponga otras. Como si al dejar una relación uno pudiera comenzar otra ese mismo día. Y, claro está, llegarán otras, fruto de la necesidad, que verán otras cosas que ya no serán estas y no serán mejores ni tampoco peores.
De las primeras cosas que compartiré con «las otras», y que quiero compartir también con vosotras aunque sea de palabra en esta noche fría, serán los derribos que para este martes día 9 están planeados en El Gallinero. Se estrenarán fuerte. Quién sabe si tanto como para acabar en ese mismo día en el punto en el que vosotras ahora os encontráis. Verán, como ya vierais, el infame despliegue policial, las palas destructoras, la impasibilidad de los funcionarios del Ayuntamiento, las familias indefensas e impotentes y quién sabe si, tal vez, cientos de compañeros, amigos y vecinos dispuestos a parar todo ese absurdo desde las siete de la mañana al calor del café recién hecho de doña Lucía. Empiezan, como veis, siguiendo vuestra estela y eso me da algo de fuerzas.
Sin embargo y con todo, vosotras estáis ahí, frías ya, encima de la mesa y yo estoy llorando como un idiota.
Porque la expresión «ganarse la vida» es en sí terrible y lamentable. Porque la vida me la dio (gratis) mi madre y no necesito ganármela, la tengo. Porque a poco que se ponga uno a filosofar con seriedad y a pensar en lo que consisten la felicidad y la vida, muy pocas cosas tienen sentido.
De lunes. Feliz semana. Pues eso.
Ayer, en el transcurso de una reunión cargada de creatividad, entusiasmo y sueños sobre un proyecto que va a revolucionar este blog y del que ya les iré hablando más adelante, me descubrieron este vídeo de Gnarly Bay como muestra de lo que podríamos llegar a hacer enfocándolo hacia nuestros objetivos. Soy incapaz de verlo sin emocionarme, sin que se me pongan los pelos de punta y un nudo en la garganta. Son tan bellas las imágenes… Es tan bello el texto…
A mí, aparte de hacerme soñar con el futuro inmediato de ‘El Mundo de Mañana’ y todo el potencial que escondía sin saberlo esta plataforma, me ha transportado directamente a mi proyecto compartido de vuelta al mundo. Se lo dejo aquí para que lo disfruten a lo largo de este fin de semana cargado de reivindicaciones que estrenamos y se admiren ante el mundo bello que tenemos, a pesar de tantas sombras impuestas y tonos grises de rutina. La vida es maravillosa (con perdón).