«El cielo está despejado. Bajo las pocas nubes se ve la montaña nevada. Es de día…» El texto siempre llevaba el mismo título: ‘Descripción’. Cuando sonaba esa palabra clave, todos sacábamos nuestras postales o los recortes hechos con mayor o menor fortuna en la revista de turno y comenzábamos a escribir como activados por un resorte. El orden siempre era el mismo, de arriba a abajo, describiendo en un párrafo lo que veíamos en el paisaje de la imagen y procurando no saltarnos ningún detalle de la misma. Durante el tiempo que duraba el ejercicio conseguíamos, sin darnos cuenta, entrar dentro de la foto, saber si hacía frío o calor, la fuerza del viento, el sonido del río o, de haberlos, de los pájaros. Éramos la clase de 3ºC de EGB de los Sagrados Corazones y ese era uno de nuestros rituales fundamentales. Lo seguiría siendo a lo largo de los dos años siguientes como también lo serían las clases de dramatización en las que unas incipientes ‘PotiNoticias’, presentadas por títeres nacidos de calcetines viejos y cartones de huevos, daban pistas por entonces indescifrables de lo que acabaría siendo una vocación.
Tardé aproximadamente diez años en empezar a pensar, hasta entonces sólo imaginaba y divagaba, y fue a través de esas clases que comencé a hacerlo. El responsable de todo aquello, y por lo tanto de que me diera por pensar, era un hombre de mediana edad de traje impecable, ojos azules que reflejaban los cuadros de sus años de bellas artes y un eterno olor a cigarrillo. Don Ángel Monzón Luján. El primer impacto fue aterrador. Veníamos del mundo de la plastelina y los dedos manchados de pegamento y aquel hombre con corbata y, a nuestros ojos de niños, terriblemente mayor, nos llamaba por nuestro apellido y se presentaba a sí mismo como «Don Ángel». Daban ganas de saltar y decir: «creo que se ha equivocado de aula, aquí somos todavía niños». Pero rápidamente entendimos el reto. Esto iba de hacerse mayores, de crecer, de aprender, y, para ello, nosotros tendríamos que subir el nivel y ese hombre de aspecto serio estaba dispuesto a bajarlo para estar todos a la misma altura y tratarnos como iguales. Pronto los motes sustituirían a los apellidos y las risas al inicial aspecto serio de un hombre con un sentido del humor irrepetible, capaz de hacer comprender su ironía a niños de diez años.
Un 29 de febrero entró en clase anunciando que ese día era su cumpleaños (todos sabíamos los de todos) y, al preguntarle que cuántos cumplía, nos dijo con un aplomo absoluto que quince. Las risas no se hicieron esperar, ya que nos había acostumbrado a la sana costumbre de reírnos de nosotros mismos y él era el primero que invitaba a la broma con constantes referencias a su «melena» calva, pero él insistía en su afirmación. Bella forma de entender los años bisiestos y de entender también, veinte años después, que uno cumple los años que lleva en el corazón y no los que dictan las canas. Hacen falta muchos años, dijo una vez Picasso, para llegar a ser joven.
De los recuerdos que me llevo conmigo de aquellos tres años increíbles en los que los 40 de «C» nos empezamos a convertir en lo que somos, fue una vez que un compañero, en el tiempo de plástica, dibujó con muchísimo esmero un tanque con todas sus armas, todos sus aparejos militares, todas sus banderas y todos sus cañones a punto de conquistar una población. El dibujo en sí era impecable. Al enseñárselo, orgulloso, a Don Ángel para escuchar su veredicto, este dijo una frase que se me quedaría grabada y que daría alas, tal vez, a posturas que hoy implican mis actos. Cogiendo el dibujo, y tras examinarlo minuciosamente, desde sus ojos de pintor, le dijo: «muy bonito, pero no me gusta». Muy bonito, pero no me gusta.
Y así, hasta hoy. Estés donde estés, gracias Don Ángel por enseñarme a pensar.