La bohemia no era vivir en un ático en el barrio de Las Letras con una ventana que miraba al Sur. No era tampoco salir, quemar la noche, reflejar mi rostro borroso en mil cristales de mil escaparates a la luz de las farolas, como no lo era tampoco deambular entre versos, tinta y tantas mujeres. La bohemia no era llevar la sección de cultura de un periódico en Madrid, estar a la vez en todos los eventos, rodearme de escritores, poetisas, cocineros, escultores, periodistas y actrices, latir al mismo ritmo de la ciudad por las mismas venas y con la misma sangre. No, no consistía en esto la bohemia. No era, aunque lo pareciese, conspirar para cambiar el mundo en la barra desgastada de un tugurio de verjas cerradas, escuchar villancicos en garitos ocultos adornados por neones verdes y rosas, emocionarse cada noche con las mismas canciones frente al mismo piano y las mismas voces añejas. La búsqueda del hada verde en distintas latitudes y fronteras no era tampoco la bohemia. La bohemia no era, en fin, la vida luminosa del que busca la bohemia en un tres cuartos y una larga bufanda granate. La bohemia del Madrid bohemio del Callejón del Gato, las Cuevas del Sésamo y las guiris, la de los bares siempre abiertos y las rondas en bucle, la de compinches y versos y sueños. No. La bohemia no era eso.
La bohemia era vivir en un piso angosto con goteras y humedades en Vallecas donde no puedes dar cuatro pasos seguidos y que por toda referencia literaria tiene el haber sido construído en 1927. La bohemia era no conseguir publicar cuatro malas crónicas por el Buey Apis de turno para poder ganar al menos veinte duros, malvender mis libros por tres cochinas pesetas, empeñar el abrigo, pasar frío. Era, y no me había dado cuenta, ser consciente de que «las letras no dan para comer. ¡Las letras son colorín, pingajo y hambre!«, gritar en las entrañas que «en España el mérito no se premia, se premia el robar y el ser sinvergüenza«, luchar por mantener tus principios entre plato y plato de arroz. La bohemia era no resignarse, seguir llamándome pueblo a pesar de lo que opinen mis buenos amigos modernos, compañeros leales y clientes de buñolerías que ya sólo puedo mirar desde fuera. En esta España que tenemos hoy de hace cien años, la bohemia era contemplar con estupor cómo la polícia, «trope épico, soldados romanos, sombras de guardias«, revienta al pueblo, rompe los cristales de los humildes, genera drama en las calles. Era acabar en el calabozo por decir verdades y tener talento, querer instalar la guillotina eléctrica en la Puerta del Sol, gritar ¡Muera Maura! a pleno pulmón. Encontrarse con viejos conocidos que ahora son ministros, recalar en el café donde te invite a una copa un admirable amigo artista al que el éxito y los laureles le han sido generosos, comprobar cómo de cercanas están las miradas de cariño y admiración con las miradas de compasión; todo esto, y yo no lo sabía, todo esto era la bohemia.
Abrir una vez más ‘Luces de bohemia’. Mirar a este Madrid absurdo, brillante y hambriento. Comprender. La bohemia era esto.
¡Muera Maura!
Apasionante, hermano.